«Porque un niño nos
ha nacido, un hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará
su nombre: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.»
(Is. 9:6)
¿Qué
es la Navidad? ¿Qué y cómo se celebra? En un mundo cada vez menos familiarizado
con el mensaje de la Biblia, la Navidad es una forma más de folklore religioso.
Pero, si en esencia,
la Navidad es el aniversario de un nacimiento, obviamente necesitamos conocer
al protagonista de tan famoso cumpleaños. Hemos de entender quién fue Jesús.
El
pasaje de Is. 9:1-7 nos presenta un retrato formidable a través de los nombres
de Cristo. Este retrato se hizo varios siglos antes de su nacimiento; tal
dimensión profética le imprime un valor añadido al texto porque las profecías
cumplidas siempre refuerzan nuestra fe.
Son cinco los
nombres que se le dan a Jesús: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno,
Príncipe de paz.
A
pesar de esta diversidad, nos sorprende que el profeta utiliza el singular
-«llamarás su nombre»- no el plural, «sus nombres». ¿Por qué? Los atributos que
definen el nombre de Cristo forman un todo inseparable e interdependiente como
los eslabones de una cadena: no podemos coger aisladamente uno de ellos y
rechazar los demás. En otras palabras, no podemos hacernos un «Jesús a la
carta». Jesús es todas estas cinco realidades a la vez. Recordemos que para los
hebreos el nombre tenía mucho significado porque revelaba alguna faceta
especial del carácter de la persona. Por ello, con Cristo hemos de aplicar el
principio de «todo o nada».
Además, estos
nombres siguen un desarrollo progresivo. Es como una ventana que se va abriendo
poco a poco y cada vez entra más luz, hasta el clímax final cuando se describe
como el Príncipe de paz.
Esta
fue la razón última de la venida de Cristo al mundo y esta es la esencia de la
Navidad: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz». Es una realidad
frecuente y triste que muchas personas abren la ventana sólo a medias: para
ellos Jesús fue «Admirable» o un sabio «Consejero-Maestro»; pero no dejan que
entre toda la luz de la identidad de Cristo, la rechazan, y se quedan en la
penumbra existencial, viviendo sin la plenitud del que afirmó ser «la luz del
mundo».
Analicemos
cada uno de estos nombres.
ADMIRABLE
Este
es el primer atributo de Jesús. Algunas versiones lo traducen por
«maravilloso». Así lo hizo Händel en su inolvidable composición del «Mesías».
La persona de Jesús fascina tanto al creyente como al no creyente. La primera
reacción al conocerle como hombre es de admiración. No nos sorprende que
alguien tan inteligente como Einstein, judío pero no cristiano, se expresara en
estos términos: «La figura radiante de Jesús ha producido en mí una impresión
fascinadora. En realidad sólo hay un lugar en el mundo sin oscuridad: la
persona de Jesús».
Admirable
fue su vida. Jesús vivió constantemente para hacer el bien: ayudó a los
necesitados, consoló a los afligidos, sanó a los enfermos, se entregó sin
reservas a los demás. Su compasión y empatía no conocían límites. Es
significativa la síntesis que Pedro hace de su vida en Hch. 10:38: «...cómo
Jesús anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos».
Admirable
o maravilloso fue su carácter. Su bondad, su capacidad para amar, su
sensibilidad, su humildad, su dominio propio, su mansedumbre adornaron en todo
momento su vida. Dos testimonios son bien elocuentes. Por un lado, los judíos
que estaban presentes cuando Jesús lloró al ver el cuerpo exánime de Lázaro
exclamaron: «..mirad cómo le amaba». Y es que el Señor, momentos antes, «se
estremeció en espíritu y se conmovió» (Jn. 11:33-36). Estos dos verbos reflejan
en el original una intensidad de sentimiento mucho mayor que la de un duelo
habitual. El otro testimonio fue el de Pilato, incapaz de encontrar una sola
mancha en la vida de Jesús «yo ningún delito hallo en él» (Jn. 19:4).
Admirables
fueron también sus enseñanzas: «...la gente se admiraba de su doctrina porque
les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mr. 1:22). Y
así podríamos seguir la lista de razones que hicieron de Jesús un personaje
«admirable».
Pero
algunos hechos singulares de su vida -a primera vista, extraños- van más alla
de lo humanamente maravilloso. La forma milagrosa cómo salvó su vida escapando
in extremis a la feroz persecución que Herodes desencadenó precisamente para
matar a este recién nacido. Su muerte contradictoria como un malhechor cuando
había vivido como un santo.
El
testimonio del centurión junto a la cruz, habituado a docenas de ejecuciones,
quien observó durante su larga agonía aspectos nada «normales» y que le
llevaron a exclamar: «Verdaderamente este hombre era justo» (Lc. 23:47). Y qué
diremos del relato de los Evangelios sobre su resurrección, sus apariciones
posteriores y su ascensión final al cielo.
Así
pues, Jesús fue admirable no sólo por su biografía, su carácter o sus
enseñanzas, sino también por estos hechos singulares que escapan a la mera
explicación natural y nos estimulan a abrir más la ventana y dejar que la luz
de sus nombres nos permita profundizar en su identidad.
CONSEJERO
Este
atributo es consecuencia del anterior. Si Jesús tenía un carácter sensible y
empático, capaz de escuchar, con un amor profundo por las personas y una
sabiduría fuera de lo común, éstos son los requisitos idóneos para ser un buen
consejero.
Así,
las conversaciones personales de Jesús con diferentes hombres y mujeres
constituyen un modelo de diálogo y de encuentro fecundo. Nicodemo, la mujer
samaritana, la mujer pecadora en casa de Simón y muchos otros ejemplos nos
muestran esta excelencia de Jesús como consejero. El fue el sanador de sus
vidas, el que llenó sus vacíos, el que transformó sus desiertos en vergeles
fecundos.
Hoy
también, en pleno siglo XXI, la gente busca con ahínco orientación, algún tipo
de guía que mitigue su soledad y su inseguridad. Para ello gastan mucho dinero
en adivinos, echadores de cartas, médiums. Desean conocer su futuro, necesitan
un fundamento para su vida. En este paisaje de niebla vital, Jesús se nos
presenta como el Príncipe de los Consejeros: «Venid a mí todos los trabajados y
cargados y yo os daré descanso»; «yo soy la luz del mundo, el que me sigue no
andará en tinieblas».
En
otro texto Isaías nos da la explicación al porqué Jesús es consejero supremo:
«Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de
inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de
temor del Señor» (Is. 11:2). Jesús es un extraordinario consejero porque,
además de hombre excepcional, el Espíritu mismo de Dios está con él. Ello nos
conduce de forma natural al tercer nombre.
DIOS FUERTE
Muchas
personas cierran aquí «la ventana» y se quedan con un Jesús admirable y un
maestro-consejero excepcional. Un gran hombre; nada más. Pero el nombre de
Cristo tiene otros atributos que nos trasladan a una dimensión superior. La
manifestación progresiva de su identidad nos revela que no fue sólo un hombre.
«Dios fuerte» es el siguiente paso en nuestro conocimiento del Jesús de la
Navidad.
Jesús
era Dios y como tal es poderoso, fuerte. Así lo demostró en vida: fue poderoso
para curar a los enfermos, para acallar la tempestad, para dar vida a los
muertos, para dominar las fuerzas diabólicas. Y sobre todo fue fuerte para
levantarse de la tumba y dejar el sepulcro vacío.
El
Jesús que nació en debilidad -la Navidad sola sería una historia de humillación
y persecución- acabó venciendo a las fuerzas más poderosas de este mundo: la
muerte, el pecado y el Diablo.
Por
ello, los primeros cristianos no tenían ningún sentimiento de inferioridad: su
Señor era vencedor. Nosotros hoy hemos de sacudirnos cierto complejo de
perdedores en una sociedad que se complace en proclamar la «muerte de Dios» y
tilda al cristianismo de obsoleto.
Nuestro
Jesús es Dios fuerte y un día «toda rodilla se doblará y toda lengua confesará
que Jesucristo es el Señor» (Fil. 2:10-11). La Navidad no es tanto el recuerdo
inocuo y algo ingenuo del nacimiento del niño Jesús, sino la memoria de que hay
un Dios fuerte que es Señor de la Historia y de mi vida, que un día reinará
sobre todo. En este sentido, la Navidad es fuente de esperanza y de fortaleza
para el creyente.
PADRE ETERNO
La
idea aislada de un Dios fuerte podría transmitir cierta sensación de lejanía y
frialdad. El soberano, el todopoderoso es tan grande que no tiene tiempo para
ocuparse de mí. Él es demasiado importante para prestar una dedicación personal
a cada criatura. Esta era la noción que los griegos tenían de sus dioses.
En
el cristianismo, sin embargo, encontramos un hecho singular, que no aparece en
ninguna otra religión.
Este
Dios fuerte es al mismo tiempo un Padre íntimo, personal, que ama a cada ser
humano como algo precioso y único. Jesús, aunque él mismo no es Dios Padre,
comparte esta sensibilidad paternal. Ello es lógico puesto que Cristo es la
«imagen del Dios invisible». En numerosas ocasiones durante su ministerio,
Jesús muestra una ternura, un afecto y un cuidado profundamente paternales.
La
ilustración del buen pastor en Jn. 10 es un ejemplo excelente: «Yo soy el buen
pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas... Mis ovejas son mías y nadie
las arrebatará de mi mano» (Jn. 10:11, Jn. 10:27-28). Y ya hacia el final de su
vida, Jesús llora sobre Jerusalén exclamando: «¡Cuántas veces quise juntar a
tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!»
(Lc. 13:34). ¿Puede haber una mayor expresión de amor maternal que la usada por
el Señor en esta metáfora?
Este
es un punto crucial de la fe cristiana. Dar el paso del tercer nombre «Dios
fuerte» al cuarto «Padre eterno» es la esencia de la experiencia de conversión:
Jesús deja de ser sólo el Dios todopoderoso que creó el universo para llegar a
ser como un Padre. Es el paso de ser religioso a ser creyente nacido de nuevo.
Dios -Jesús- deja de ser un concepto para ser un «tú» con el que tengo una
relación viva, personal.
PRÍNCIPE DE PAZ
La
luz llega a su máxima intensidad. La ventana se ha abierto de par en par. El
último nombre dado a Jesús es la consecuencia final de todos los anteriores.
Cristo ha venido para traer paz. El Evangelio son buenas noticias. El mensaje
de la Navidad resume perfectamente estas noticias: «Os doy nuevas de gran
gozo... que os ha nacido hoy un Salvador que es Cristo el Señor» (Lc. 2:10-11).
Es un príncipe -aunque nació en humillación- y ha venido para traer paz.
Es
una paz en tres niveles. Ante todo, paz con Dios: «salvará a su pueblo de sus
pecados» (Mt. 1:21) porque su tarea central como Salvador es reconciliar al
hombre con Dios. También paz entre los hombres. En un mundo sangrante, con una
violencia sin límites, Jesús es el único que puede derribar los muros llenos de
alambradas que separan familias, pueblos, razas, porque él es fuente de perdón
y reconciliación. Y, por último, paz interior, con uno mismo, porque él
prometió «mi paz os dejo, la paz os doy».
La
paz y la pacificación son inherentes a la persona de Cristo y, por tanto,
privilegio y responsabilidad de sus seguidores el vivirla y proclamarla.
Este
Jesús es el mejor regalo de Navidad. Es el regalo que Dios mismo nos dio y el
que nosotros podemos compartir con otros. Que viva y que vibre en nuestro
corazón el Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno y Príncipe de paz.
Autor: Dr. Pablo Martínez Vila
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